Ignacio Guzmán-Betancourt
Instituto Nacional de Antropología e Historia, México
Si la nature [...] eust donné aux hommes un commun vouloir & consentement, outre les innumerables commoditez qui en feussent procedées, l'inconstance humaine n'eust eu besoing de se forger tant de manieres de parler. Laquéle diversité & confusion se peut à bon droict appeler la Tour de Babel. Donques les Langues ne sont nées d'elles mesmes en façon d'herbes, racines & arbres: les unes infirmes & debiles en leurs espéces: les autres saines et robustes, & plus aptes à porter le faiz des conceptions humaines: mais toute leur vertu est née a un monde du vouloir & arbitre des mortelz.
Joachim du Bellay
Los modernos han descubierto, en efecto, otro nuevo mundo en los lenguajes hablados por los indios de América. Conde de La Viñaza
En la actualidad, quizá nadie se atrevería a sostener de manera tan categórica que "antes de 1800 no había apenas nada que pudiera llamarse lingüística en el sentido moderno", como temerariamente afirmaba el profesor Malmberg hace poco más de veinticinco años, en una de sus obras más conocidas. Porque, por una parte, actualmente ya no se admite evaluar los hechos históricos con parámetros del presente; si nos fundáramos en el criterio del 'sentido moderno', la gran mayoría de nuestras ciencias tampoco rebasarían los límites del 1800. Por otra, porque precisamente la historiografía lingüística no sólo ha recibido un gran impulso en el transcurso de las últimas décadas, sino también una saludable ampliación de su campo de estudio. Durante mucho tiempo los manuales de historia de nuestra ciencia, desde Thomsen hasta Robbins, pasando por Leroy, Mounin, e incluso por el del mexicano Attolini no hicieron otra cosa que incursionar en torno del mismo asunto. La búsqueda de tempranos antecedentes de la decimonónica lingüística se orientó tradicional y principalmente hacia el ámbito cerrado de la cultura clásica. Afortunadamente la situación parece haber cambiado, según lo que se observa en este campo a partir de fechas recientes, pues el interés de los investigadores tiende ahora a abarcar otros horizontes, en los que igualmente es posible encontrar valiosos antecedentes de nuestra ciencia. Uno de estos horizontes es el representado por el extenso conjunto de trabajos de carácter lingüístico -gramáticas, diccionarios, traducción de textos, etc.- realizados en América, principalmente por españoles y portugueses, desde la primera mitad del siglo XVI hasta los primeros años del XIX. Por largo tiempo este extenso capítulo de la ciencia occidental padeció la indiferencia y el desinterés de los estudiosos, a pesar de las múltiples llamadas de atención sobre la necesidad y conveniencia de estudiarlos a fondo y precisamente en el contexto de la historia del surgimiento y desarrollo de las ideas lingüísticas.
Por lo que respecta al acervo mexicano, ya en 1845 el fraile carmelita Manuel de Nájera clamaba por el reconocimiento de estos tres siglos de intensa investigación lingüística, no dudando en afirmar que "no existía la Philología, como ciencia, en Europa, cuando la metafisica de las lenguas, se conoció por uno que otro, en nuestro país". Y para demostrar que "no hay nada nuevo bajo el sol", hace saber a los arrogantes lingüistas de su tiempo que el método comparativo lo habían ya descubierto y practicado en América los frailes Pedro de Betanzos, Miguel Val y Juan Lázaro. En términos no menos enérgicos se pronunciaba en 1892 el conde de La Viñaza por el reconocimiento de la importancia de la investigación lingüística española del mismo periodo; sus razones: los 1100 títulos amparados por su Bibliografía. Los reclamos de esta clase causaron poco o ningún efecto en el ánimo de los estudiosos, pues nadie acató oportunamente esas tempranas advertencias. El desinterés que hubo hacia esa clase de trabajos se manifiesta inclusive en el silencio que al respecto guardaron Lázaro Carreter y Bahner en sus estudios sobre las ideas lingüísticas en España durante los siglos XVI al XVIII, que es justamente el periodo del auge de la investigación lingüística española en América. Esta actitud general de desinterés tanto por el estudio profundizado cuanto por el reconocimiento de valores propios y originales de la producción americana en el campo de la lingüística, puede explicarse mediante dos razones principales. La primera, debido a cierta aversión que la propia lingüística ha mostrado por lo regular hacia las hablas vulgares y de pueblos ágrafos y, en suma, por los idiomas de gentes y naciones exóticas. La segunda, ocasionada por una especie de 'leyenda negra' que se tejió en torno del conjunto de estos trabajos. Se trata de la idea de que, sin excepción, sus autores los realizaron de acuerdo con el modelo diseñado por Antonio de Nebrija para describir la estructura gramatical del latín; 'error' que los llevaría irremediablemente a forzar -y falsear- las estructuras de las lenguas amerindias, al ajustarlas a dicho modelo. Planteada por primera vez a mediados del siglo XVIII, de manera sutil y en referencia al náhuatl, por el padre Carlos de Tapia Zenteno en su Arte novísima de lengua mexicana (1753), la idea es recuperada por el citado padre Nájera quien, por cierto, la expone en términos muy sensatos:
Reflexionemos un instante que las ideas de la gramática universal, que la mayor parte de los misioneros podía tener, era la que les había hecho concebir el arte latino de Antonio de Nebrija; de él pues, bebieron las fórmulas de todo lenguaje, y nada más natural que haberlas aplicado a las nuevas lenguas, en las que buscaron lo que en su gramática habían estudiado... estos literatos produjeron una revolución en esas lenguas, que demasiado poco han padecido, en lo que fueron sobradamente afortunadas. Pero en autores sucesivos como, por ejemplo, Francisco Pimentel, Rémi Siméon, Francisco Belmar, la cuestión de la influencia de Nebrija en los gramáticos novohispanos se orienta hacia la reprobación del hecho y al descrédito de sus trabajos. Así, al negarles de antemano originalidad, pero en cambio atribuyéndoles todo género de errores, los filólogos americanistas del siglo XIX y principios del XX fueron los que propiciaron y fomentaron el desinterés por el estudio de estos trabajos. A todo ello se puede agregar un prejuicio más de que ha sido objeto esta producción. Se refiere éste al recelo que les inspira a ciertos investigadores la finalidad principal que la motivó, no viendo en ella más que un producto de los métodos de propaganda fide y, por ello, sin mayores méritos científicos.
Sin embargo, estos prejuicios tradicionales parecen haberse ya superado en gran medida, pues de unos años a la fecha la opinión sobre la naturaleza y valor de estos trabajos ha cambiado radicalmente. Así, por ejemplo, la célebre influencia del pensamiento nebrisense, antes considerada nefasta, es tratada por Jorge Suárez de modo muy similar al de Nájera:
Es natural, pues, que las gramáticas de Nebrija se tomaran como modelo para escribir gramáticas de lenguas desconocidas; en verdad, difícilmente había otro modelo y, como suele decirse, es mejor tener un mal modelo, que no tener ninguno. Por su parte, Norman McQuown reivindica acertadamente el conjunto de trabajos coloniales con las siguientes palabras:
Todos contienen sorprendentes puntos de interés que muestran que las ideas lingüísticas, respecto de cuestiones fonéticas, morfológicas, sintácticas y semánticas, no son logros recientes en la historia de la ciencia. Pues bien, entre los numerosos puntos de interés que es posible localizar en el acervo bibliográfico de la lingüística novohispana, me interesa destacar hoy el referente al descubrimiento de los dialectos de las lenguas indígenas y su recepción en el contexto del pensamiento lingüístico de ese periodo.
En tiempos del descubrimiento del Nuevo Mundo, al igual que antes y después de esa fecha, cualquier persona que se desplazara a cierta distancia de su lugar de origen, podía fácilmente advertir la existencia de formas de habla distintas de la suya en diversos grados. Diferencias regionales y lenguas diferentes las ha habido en todas las épocas y lugares. Por ello, Colón, viajero experimentado y previsor, a falta de alguien que hablara catayano, cipangués o indio, tuvo buen cuidado de incluir en su tripulación al converso Luis de Torres, quien dominaba las lenguas hebrea y caldea "y aun algo de la arábiga", sin duda persuadido de que alguna de ellas se conocería en los confines asiáticos. Pero en este sentido también sus cálculos fallaron, pues los indios que fueron apareciendo a partir del 12 de octubre se expresaban en un idioma que ni Torres ni el resto de la tripulación colombina entendían. Durante algún tiempo pensó el Almirante que la lengua de estas gentes era una sola, mas no tardó en percibir ciertas diferencias entre sus hablas, e incluso, cuando al cabo de algunos años ya tiene una idea un poco más clara de la realidad antillana, admitió la existencia de diferencias de tipo geográfico o dialectales, las que atribuye a la escasa comunicación que mantienen entre sí los habitantes de las islas, así como al efecto del factor geográfico:
Es verdad que como esta gente platican poco los de una isla con los de la otra, en las lenguas hay alguna diferencia entre ellas, según como están más cerca o más lejos... Pasando de las Antillas a Tierra Firme, en ésta se encontró parecida situación lingüística, sólo que aquí desmesuradamente multiplicado el número de lenguas y, por consiguiente, el de sus dialectos. La excesiva pluralidad de lenguas y naciones de la América continental fue un hecho que conmovió la mentalidad europea de aquellos tiempos. Por una parte, porque no todo el mundo era tan avisado como Colón para comprender con aplomo tales manifestaciones del lenguaje; por otra, y por ello mismo, debido a que el pensamiento occidental, moldeado con las ideas grecolatinas y judeocristianas, se manifestó siempre contrario a aceptar que el lenguaje, como cualquier otra institución humana, funcionaba sólo a través del dinamismo. La multiplicidad de lenguas y sus diferentes clases de variaciones fueron entonces interpretadas como indicio de barbarie, o sinónimo de fatalidad.
Por lo que respecta a la Nueva España, la variedad de lenguas encontrada por los primeros exploradores, según refiere Juan Ginés de Sepúlveda, fue uno de los indicadores que permitieron suponer que se trataba de tierras continentales y no de islas. A mediados del siglo XVI, cuando ya la variedad de lenguas de la Nueva España era un hecho comprobado -y por muchos padecido-, el humanista Francisco Cervantes de Salazar la interpretaba de la siguiente manera: Bien paresce, como la experiencia nos enseña y la Divina Escriptura manifiesta, por el pecado de la soberbia, hasta estas partes haberse derramado la confusión de lenguas, porque las que hay en la Nueva España con mucho trabajo se podrían contar, tan diferentes las unas de las otras, que cada una paresce ser de reino extraño y muy apartado... A esta situación de extremado multilingüismo tuvieron que enfrentarse los sacerdotes regulares y seculares para hacer efectiva la evangelización y, en general, la transculturación de las etnias novohispanas. Aunque el elevado número de idiomas distintos constituía ya en sí mismo un agudo problema, en realidad los tenaces misioneros tuvieron que afrontar muchos otros, de muy diversa naturaleza. Junto a idiomas bastante ricos, pertenecientes a grupos de elevada civilización, se hallaba una infinidad de lenguas comparativamente menos cultivadas, por corresponder a pueblos con menor complejidad sociocultural. Frente a lenguas con estructuras de relativa facilidad de aprendizaje para los neófitos, existían otras de apariencia inaccesible y desalentadora adquisición. En fin, una amplísima gama de sistemas lingüísticos afectados, además, por el fenómeno de la dialectalización. Ahora bien, puesto que el adoctrinamiento de los Indios en materia religiosa fue un proyecto fundamental de la política imperial española, por ello mismo debía implantarse de manera cuidadosa. El dominio de las lenguas indígenas por parte de los responsables directos de la empresa, forzosamente debía ser proporcional a su importancia.
Al emprender, pues, su aprendizaje, como bien señalaba Jiménez Moreno, "el conocimiento práctico que de ellas adquirieron les hizo percatarse de sus particularidades, que no habían previsto". Respecto de las particularidades dialectales, era lógico que los sacerdotes, al conseguir dominio del idioma de determinado lugar, repararan en diferencias de esta clase conforme extendían la predicación evangélica hacia otras comunidades de la misma lengua. Testimonios de la advertencia de este proceso se encuentran con frecuencia en las diferentes obras gramaticales y lexicográficas preparadas por los clérigos más versados en esos menesteres. Estas noticias, valiosas por múltiples razones, constituyen en general un magnífico ejemplo de la notable disposición de ciertos individuos para encarar y resolver arduos problemas lingüísticos.
Las referencias al hecho suelen plantearse en estas obras de muy diversas maneras. Para algunos autores la variación regional de las lenguas representa en éstas un rasgo negativo, el cual se interpreta ya como expresión de la barbarie de sus hablantes, ya como consecuencia de la condena babélica, cuyas repercusiones suponían haber alcanzado a estas gentes. Otros se limitan simplemente a registrar el fenómeno sin sancionarlo ni evaluarlo; y, finalmente, destacan aquellos que lo asumen con naturalidad, interpretándolo como condición propia de las lenguas, e incluso procuran reducirlo a sistematización, a través del señalamiento preciso de las diferentes realizaciones de determinada lengua, según las regiones donde se practica.
Los ejemplos concretos con los que estos autores suelen notificar la variación regional, provienen por lo común de los planos de la fonología y del léxico, aunque, desde luego, no faltan los que también advierten el fenómeno en los niveles sintáctico y gramatical.
Veamos algunos casos específicos, comenzando por las artes y diccionarios del náhuatl o mexicano, idioma que no solamente se preciaba de ser general en todas las provincias de la Nueva España, sino que además tenía fama de cortesano y contaba ya con una norma reconocida, que era la de Tezcoco y Tenochtitlan, modelo que los mismos españoles se encargaron de promover como el mejor.
Fray Andrés de Olmos, en su Arte para aprender la lengua mexicana (1547), el tratado gramatical más antiguo que conocemos sobre esta lengua, alude del siguiente modo a la variación geográfica de dicha lengua, a la vez que encuentra fallas a la norma consagrada:
Y puesto caso que cuanto a la congruidad de la lengua de los mexicanos y tetzcucanos hagan ventaja otras provincias, no la hacen en la pronunciación, porque los mexicanos no pronuncian la m ni la p; y ansí por Mexico dizen exico. Y en todas las esotras provincias no tienen v consonante, y las mujeres mexicanas y tetzcucanas la pronuncian y no es buena pronunciación... Por su parte, fray Alonso de Molina muy juiciosamente aconseja a los estudiantes de su Arte de la lengua mexicana (1571) que:
<Para> que esta variedad y diferencia de accentos aquí dicha, sea provechosa, empero muy mejor se puede saber y aprender con el uso, que con arte alguna, a causa de la diversidad y variedad que hay en cada provincia y en cada pueblo. Pero tal vez sus ideas más interesantes al respecto sean las que consigna en la advertencia o notable con que concluye su tratado, pues allí distingue varias clases de variaciones, al mismo tiempo que postula algunas de sus causas.
Asimismo, en el primero de los prólogos a su Vocabulario en lengua castellana y mexicana... (1571) señala que una de las dificultades que encontró para armarlo fue precisamente:
...la variedad y diversidad que hay en los vocablos, por que algunos se usan en una provincias, que no los tienen en otras y esta diferencia sólo el que hubiese vivido en todas ellas la podrá dar a entender. Y en el aviso segundo, también del prólogo, informa cómo resolvió ese problema:
Para la variedad y diferencia que hay en los vocablos, según diversas provincias, se tendrá este aviso: que al principio se pondrán los que se usan aquí en Tetzcuco y en México, que es donde mejor y más curiosamente se habla la lengua; y al cabo se pondrán los que se usan en otras provincias, si algunos hubiere particulares...
Pero no todos los autores que escribieron sobre el náhuatl fueron tan sagaces como fray Alonso; así, por ejemplo, los padres Antonio del Rincón (1595), Diego de Galdo Guzmán (1642) y Carlos de Tapia Zenteno (1753), no se mostraron tan inclinados a aceptar en sí y por sí la variación que observaban en determinadas hablas, cuando éstas diferían de la tezcocana y tenochca. A Galdo Guzmán, por ejemplo, el habla de tlaxcaltecas y cholultecas le parecía "peor lengua que la serrana"; es decir, peor que la de gente montaraz e inculta.
Un singular planteamiento sobre el origen de la variación regional del náhuatl lo ofrece fray Manuel Pérez en su Arte del idioma mexicano (1713):
Los diversos modos de hablar de cada provincia, aunque sean de este idioma, depende o de haberse adulterado con otros idiomas, o de haberlos recibido así sus primeros fundadores, de lo cual no hay otra razón, sino que sic voluere priores... El mismo autor se sirve de ejemplos léxicos para ilustrar las diferencias entre el náhuatl del centro y el de la Tierracaliente, indicando que "parece necesario ponerlos por si fuera a dar por allá quien los leyere".
Mucho más perspicaz en la materia se revela el padre José Agustín de Aldama y Guevara (1754), pues no sólo plantea la cuestión con admirable prudencia, sino que sus observaciones al respecto penetran más allá de los niveles fonológico y léxico:
En esta lengua (como en todas) hay alguna variedad, según la variedad de provincias, o lugares. Las reglas de este Arte están conformes al estylo de los indios de México, y sus contornos; pero echo cargo de este estylo, tendrás muy poco que hacer para enterarte de lo que hallares distinto en otras partes; y aun esta variedad no añade comúnmente dificultad, sino que antes la disminuye. V.g. unas de las cosas que tienen algún enredo, es el uso de verbos reverenciales, y la diversidad de pretéritos perfectos; y hay muchos lugares, en que apenas usan tales verbos; y hay también lugares, en que la mesma voz de el presente de indicativo les sirve de pretérito, sin más diferencia que anteponerle esta letra o. Tú, en todo, y por todo, debes acomodarte al estylo de los indios que manejares, aunque ellos no se ajusten a lo que vieres en el Vocabulario, ni en éste, o cualquiera otro Arte; pero en eso es menester también que procedas con discreción... Mención aparte merecen las artes mexicanas de fray Juan Guerra (1692) y Cortés y Zedeño (1765). Su interés principal reside en el hecho de que finalmente se admite, bon gré mal gré, que para ciertas hablas mexicanas no son suficientes las indicaciones generales sobre sus discrepancias con el mexicano ejemplar, sino que su divergencia es tal que obliga a tratarlas por separado. Sin embargo, en ninguno de los dos casos la solución está a la altura de la iniciativa. Para ambos autores las hablas mexicanas del occidente no son más que versiones degeneradas, degradadas, corruptas, barbarizadas de la norma ejemplar, modelo que en ningún momento pierden de vista al efectuar la descripción de aquéllas.
Ahora bien, los gramáticos y lexicógrafos del náhuatl tuvieron la suerte de que, con todo y sus distintas clases y grados de diferencias, las hablas mexicanas constituyeran dialectos en realidad poco diferenciados entre sí. Casos más complejos hallarían quienes se ocuparan del estudio de lenguas con mayor y más acentuada fragmentación dialectal como, por ejemplo, el zapoteco, mixteco, otomí, chinanteco y pame, entre otras. Pero ello no les impedía encontrar siempre las soluciones más adecuadas, sin caer en artificios ni falsear la naturaleza de los hechos.
Así, por ejemplo, fray Antonio de los Reyes logra abstraer las reglas gramaticales de la lengua mixteca (1593) gracias, en primer lugar, a que su concepto de lengua es más bien el de comunidad lingüística, entendida ésta no como una institución perfecta y necesariamente homogénea, sino más bien como la suma total de un conjunto más o menos extenso de hábitos lingüísticos distribuidos en el espacio, que comparten, además, una tradición histórica común. La gramática del padre De los Reyes, al contrario de muchas otras incluso modernas, no tiende a suprimir diferencias, sino sólo a neutralizarlas. Dicho de otra manera, y aunque nos parezca contradictorio, para este autor la unidad del mixteco sólo es aprehensible a través de la heterogeneidad: ignorar este hecho equivale, de acuerdo con su pensamiento, a ir en contra de la esencia misma de esa lengua. En segundo lugar, la gramática mixteca del padre De los Reyes fue posible en virtud de que el criterio de la intercomprensión desempeña en su método una función decisiva. Este le permite incluso distinguir varios dialectos mixtecos que reagrupa a su vez en tres grandes áreas dialectales, delimitadas cada una con ayuda de ciertos elementos fonológicos y morfológicos: Tepozculula, Yanhuitlán y Tlaxiaco-Achiutla. Su elección del dialecto de Tepozculula como base para establecer las reglas gramaticales del mixteco no fue enteramente arbitraria, sino debido a las siguientes razones:
... podemos notar que en toda la Mixteca, dejando aparte la lengua chuchona... la cuitlateca... y la cuiquila..., todo lo demás es una lengua mixteca, que corre muchas leguas, y se hallan diversos modos de hablarla y todos ellos se reducen a las dos lenguas principales que son la de Tepuzculula y Yangüitlán, como raíces de las demás. Aunque como está dicho la de Tepuzculula es más universal y clara y que mejor se entiende en toda la Mixteca. La intuición lingüística desplegada por este autor no fue un caso insólito; idénticos planteamientos y acertadas soluciones los encontramos en gramáticos y lexicógrafos posteriores como, por ejemplo, en el autor del Arte y vocabulario de la lengua dohema (mediados del siglo XVII), en fray Agustín Quintana (Arte de la lengua mixe, 1729); en el padre Tomás Basilio (Arte de la lengua cahita, 1737); en el padre José de Ortega (Vocabulario de la lengua castellana y cora, 1737), y en fray Francisco Valle (Quaderno de algunas reglas y apuntes sobre el idioma pame, segunda mitad del siglo XVII).
El descubrimiento de los dialectos, empero, no fue mérito reservado a gramáticos y lexicógrafos; acerca de este fenómeno también nos dan interesantes noticias los historiadores y cronistas novohispanos, así como los autores de obras religiosas en lenguas aborígenes. Pero lo que sí vale para unos y otros es el hecho de que todos ellos refrendan, de diversas maneras, el planteamiento que antaño esbozara el padre Nájera; esto es, que en materia de descubrimientos lingüísticos "hay pocas novedades bajo el sol".
Glotología indígena mexicana, México, 1921, pp. xxx, xxxii, xxxviii, etc.
Jorge A. Suárez, The Mesoamerican Indian Languages, Cambridge, Cambridge University Press, 1983, p.3. "American Indian Linguistics in New Spain", en W. L. Chafe (editor), American Indian Languages and American Linguistics, Lisse, The Peter de Rieder Press, 1976, pp. 108-109. Cristóbal
Colón,
Los cuatro viajes del Almirante y su testamento. Edición de Ignacio B. Anzóategui, México, Espasa-Calpe, 1991 (Colección Austral, 633), p. 52
Historia del Nuevo Mundo, Madrid, Alianza Editorial, 1987, p. 90. Crónica de la Nueva España.
Madrid, Ediciones Atlas, 1971, t. I, p. 130. Cf. al respecto el testimonio del p. Nicolás de la
Barreda sobre el chinanteco, en
Doctrina Cristiana en lengua chinanteca (1730), prólogo.
W. J
iménez Moreno, "Antecedentes de los estudios de lingüística moderna", en
Memoria de la XIII Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología, México, SMA, 1975, v. II, p. 113.
En:
Colección de gramáticas de la lengua mexicana, suplemento de
Anales del Museo Nacional, México, 1885, t. III, p. 106.
En:
Colec. de gram., loc. cit., t. IV (1886), p. 217.
Vocabulario en lengua castellana y mexicana y mexicana y castellana, México, Editorial Porrúa, 1970.
Arte de la lengua mexicana,
prólogo, advertencia III.
Prólogo, p. iii, en la edición del conde de Charencey, Alençon, 1889.